El olor a remolacha aún flota sutilmente en Linares. A dos kilómetros de la plaza de armas está la respuesta: ahí se levanta la planta que Iansa construyó a fines de los años 50. El edificio, antes imponente, hoy se ve disminuido. Hace poco más de un año, en julio de 2018, la empresa decidió cerrar la fábrica que llevaba 59 años produciendo azúcar en esa ciudad.
Entre una tienda Easy y casas de barro que todavía tienen cicatrices del terremoto de 2010, está el edificio color terracota, que ahora luce desteñido, con ventanas rotas y chimeneas sin humo. Por entre las rejas se ven tubos oxidados enredados en maleza y en lo alto una bandera chilena deshilachada se agita contra el viento.
La planta, emplazada en un terreno de 30 hectáreas, se levantó en Linares en 1959, cuando las construcciones de la ciudad aún eran de adobe. Pocos años después, Iansa decidió instalar junto a la fábrica dos poblaciones para los trabajadores: las llamadas Iansa A y B. En la primera vivían los funcionarios de la planta, y en la B, los gerentes. Las casas eran sencillas pero acogedoras: todas de un piso de entre 90 y 120 metros cuadrados y la mayoría con tres habitaciones, una cocina, un espacioso living comedor y un patio.
Aunque el deterioro de las viviendas comenzó hace varios años, la decisión de la azucarera el año pasado de dejar de procesar remolacha, precipitó el éxodo de trabajadores y profundizó la sensación de abandono que hoy reina en ese sector de Linares. Hoy, la mayoría de las 60 casas que se levantaban en el lugar están en el suelo, pero a pesar de eso, hasta el año pasado aún 26 familias seguían residiendo en las poblaciones. Hoy quedan 17, 13 en Iansa A y cuatro en Iansa B. Pero según cercanos a la compañía, este año deberán dejar esas viviendas: la empresa está en pleno proceso de venta del paño.
Roberto Norambuena es uno de los 29 funcionarios que aún trabaja en la planta de Iansa en Linares y que continúa viviendo en la población. Explica que aunque ya no produce azúcar, sí se mantienen abiertas algunas líneas de envasado del azúcar que se produce en Chillán, pero no por mucho tiempo. El técnico agrícola afirma que desde el anuncio del cierre, el 26 de julio de 2018, ya se han marchado cerca de nueve familias. “Sabemos que cuando vendan el terreno tendremos que irnos de acá, abandonar nuestras casas. Yo he vivido toda mi vida acá, es terrible tener que dejar mi hogar”, dice.
Hoy, gran parte de las casas son solo fragmentos esparcidos por el terreno. Algunas paredes descascaradas siguen levantadas y a través de los agujeros, que antes eran ventanas, se puede mirar la basura que se apila en los rincones.
Cristóbal Medina (25) es parte de la generación más reciente de habitantes de la población B y hasta el año pasado continuaba en el lugar. “Mi abuelita llegó a vivir aquí en 1982, no me acuerdo viviendo en otro lado. Todo el cambio es muy fuerte, tuve que salir de una zona de confort, es empezar a vivir otra vida. Fue súper repentino, hace años que se rumoreaba que iba a cerrar, pero no pasó, así que teníamos asumido que nunca iba a pasar, nos proyectábamos en nuestra casa”, dice.
Ciro Tapia vivió en el terreno desde 1980 hasta septiembre del año pasado y después de su salida de la población abandonó su puesto como presidente del sindicato de trabajadores de Iansa, cargo que ocupaba desde 2013. “Hay una despreocupación total de los parques al interior de la fábrica, todo cambió, ya no hay vida ni casi nada de movimiento”, dice.
La basura y la maleza se mezclan desperdigadas por el terreno y el agua estancada se acumula en lo que antes eran las entradas de las casas. Entremedio de la escena, todavía quedan algunas remolachas esparcidas por el suelo, que hoy parecen fósiles.
Al igual que Norambuena, Rodrigo Pinto continúa trabajando para Iansa en Linares, por lo que sigue viviendo en la población. El ingeniero agrónomo relata que llegó a vivir ahí en 1975, cuando su papá era funcionario, y comenzó a trabajar en la planta en 2001. “Solo recuerdo haber vivido dos años de mi vida fuera de la planta. Desde el cierre en 2018 la situación de la población empeoró. Ya casi no hay nadie en la fábrica para resolver estos temas”, dice.
Medina agrega que “han aumentado los problemas de seguridad. Nadie resguarda el ingreso de extraños a la población, muchas veces entran grupos a tomar alcohol. Esto se está muriendo”.
Fuegos artificiales y grupos folclóricos
Alberto Villareal vivió en la casa 51 de la calle Los Maitenes por cerca de 40 años. Tres de sus cinco hijos nacieron allí y en el periodo en que habitó Iansa enviudó y se volvió a casar. Villareal cuenta que participó del montaje de la planta en 1959 y, a mediados de los años 60, fue parte de los primeros habitantes de la recién inaugurada población, la que hoy califica como “un cementerio”.
Cuenta que como las casas pertenecían a la compañía, “nosotros no pagábamos arriendo y muy poco en gastos de luz y agua. Pero nunca dejaron que las compráramos porque habían sido construidas cuando Iansa era una empresa estatal”.
De acuerdo a información oficial, la venta de las casas nunca se produjo porque la compra del terreno por parte de la empresa se produjo bajo una exención tributaria que planteaba que el lugar únicamente podía ser usado para el motivo por el cual se adquirió. Además, el paño tiene solo un título de dominio, por lo que no podían dividirlo por vivienda.
Entre las estructuras que continúan de pie, aún quedan trozos de papeles tapices, pedazos de tela y madera que llenan las habitaciones, baños y algunos recuerdos familiares que rememoran la época dorada de Iansa. Juan Alberto Ochoa, de la casa 46, lo recuerda así: “Era una vida tranquila, muy bonita. Las calles eran un solo patio para nuestros hijos. Una vida armónica”. Y agrega: “Es penoso verlas destruidas, las casas están todas dañadas y se robaron los marcos de las puertas y ventanas”.
Todos recuerdan que la decisión de instalar la planta cambió la ciudad y tuvo un impacto en los empleos, lo que más tarde llevó a la empresa a tomar la decisión de crear la población.
“Los trabajadores que llegaron a vivir allí eran muy necesarios para la planta. Si ocurría alguna emergencia en la noche, podían ir a resolverlo rápidamente”, cuenta Rodrigo Villareal, hijo de Alberto Villarreal, que vivió en la casa 51 desde 1973, año en que nació, hasta 1992.
En la población, los Villareal, los Medina y los Ochoa convivían diariamente: sus hijos iban al mismo colegio, celebraban Navidad juntos y hasta tomaban vacaciones en el mismo lugar, en un campamento en la precordillera de Linares, que Iansa inauguró y que hasta la fecha visitan cada verano.
Luis Muñoz cuenta que vivió en la casa 18 por 13 años, desde 1985 hasta 1998, cuando lo despidieron de su puesto como vigilante. “Yo conocía al revés y al derecho la población y la empresa”, dice. “La pega era bonita porque llevábamos el control de todo. Era un condominio, a las 22:00 horas cerrábamos las entradas y era un recinto privado”, agrega.
Dentro de la población, Iansa dispuso diversas instalaciones como un estadio de casi 15 mil metros cuadrados, dos salas multiusos para diferentes eventos, una cancha de bowling y juegos infantiles. Actualmente las dos primeras construcciones siguen de pie, de la plazoleta solo quedan vestigios perdidos entre el pasto.
Muñoz cuenta que la empresa también creó un colegio y clubes sociales como grupos folclóricos, de manualidades y deportivos. Además, las familias también contaban con un médico y dentista al cual podían asistir en cualquier momento.
“Yo nací en 1973 en la Iansa, era una ciudad aparte: teníamos nuestro propio servicio de agua potable y luz. A mi papá le cobraban 100 pesos mensuales. La gente que vivía allí era como un grupo selecto dentro la ciudad, vivíamos en un condominio cuando nadie en Linares conocía qué era eso, era un mundo aparte y tuvimos una infancia y adolescencia maravillosas”, cuenta Rodrigo Villarreal.
A pesar de las diferentes edades de los ex habitantes de la población, al preguntarles por el recuerdo que más aprecian, todos evocan la misma escena: las fiestas de Navidad.
Alberto Villareal explica que el sindicato de trabajadores entregaba un porcentaje para los regalos y que meses antes, en septiembre, se iban a comprar los presentes a Santiago.
“Eran unas celebraciones con dulces, orquestas, payasos y fuegos artificiales. A todos nos llegaban los mismos regalos, por ejemplo, a todos los niños de ocho años les daban una bicicleta”, cuenta Suny Muñoz, hija de Luis Muñoz.
Un nuevo destino
A principios de los años 80, Iansa fue vendida a la que entonces era su competencia, la Compañía de Refinería de Azúcar de Viña del Mar (CRAV), empresa nacional dedicada a la importación y refinación de azúcar de caña. Muñoz cuenta que “cuando la empresa se vendió a la CRAV empezaron a despedir gente y en un momento la planta paró muchas actividades”.
El historiador Jaime González, autor del libro, Historia de Linares, explica que tras la compra de CRAV, la planta de Linares comenzó su “muerte anunciada”. Alberto Villarreal recuerda que desde esa época, la empresa empezó paulatinamente a despedir funcionarios.
A mediados de la década de los 90 fue el turno de Muñoz, quien recuerda que el año en que lo despidieron, otras 25 familias también tuvieron que abandonar sus casas. “Fue muy doloroso, yo tenía más de 50 años y no iba a encontrar trabajo. Se nos dijo que desde ese momento no podíamos entrar más al recinto, ¡donde habíamos vivido por más de diez años!”, recuerda.
De acuerdo con Iansa, la planta, las casas, bodegas, estacionamiento de camiones y cancha de fútbol actualmente están en un proceso de venta, pero que aún no han recibido ofertas por el paño.
Norambuena, tercera generación de su familia que vive en la población, cuenta que la empresa todavía no les comunica la fecha en que deben abandonar el lugar, pero ya tiene internalizado que una vez que se venda, la salida será inminente.
“Es muy desolador porque yo tenía cinco años cuando llegué a vivir a la casa 57. Antes vivía con toda mi familia acá, mis abuelos y mis padres y hermanos. Ahora estoy solo, mi esposa falleció y mis hijos viven fuera de Linares”, dice.
A menos de 150 metros de la fábrica de Iansa, está la casa donde vive Alberto Villarreal desde 2001 cuanndo fue despedido de la empresa. Su hijo Rodrigo cuenta que cada vez que su padre despierta, mira lo que fue su hogar por más de 40 años.
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