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Santiago de Chile – Capítulo 16

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Una novela por entregas de Francisco Ortega, autor de Logia.

Novela16

Capítulo 15: El comienzo del final

Capítulo 16

Epílogo I

Cuarenta grados a la sombra un martes en pleno septiembre y por las ventanas del tren interurbano veo las obras inacabadas del Aeropuerto Pablo Neruda, abandonadas desde hace tres años y convertidas hoy en un enorme panal de concreto, acero, vidrios y materiales compuestos; hábitat para miles de homeless que se apiñan en tiendas de campaña repartidas entre los distintos niveles de la gigantesca superestructura. La doble vía férrea atraviesa por un tubo transparente sobre lo que se suponía iba a ser una estación para recoger y dejar pasajeros, otro de los tantos elefantes blancos de la ciudad, que se extiende con sus tentáculos de bloques, torres y carreteras a través de los valles que conducen desde el Aconcagua hasta más al sur del río Maipo. Antes una serie de ciudades y pueblos separados por campos y planicies de cultivo; ahora una sola urbe, la más grande de América Latina, el AMAR de los urbanistas: Área Metropolitana Andes Rancagua según las siglas; el metroplex de los post millenials; simplemente la S.S. de Súper Santiago para la generación de nuestros padres y hermanos mayores; la ciudad donde vivo, no de muy buena gana, si me preguntan…

Paren un momento. Esto ya lo he vivido.

Abrí los ojos de golpe al sentir ese olor. El aroma del calor y la contaminación, el aroma de la ciudad capital del fin del mundo.  Miré hacia arriba y reconocí el techo bajo del box que arriendo y que se emplaza en el piso 46 de una de las sesenta torres de boxes todas idénticas, todas con el mismo olor, en lo que alguna vez fue la comuna santiaguina de La Florida. Estaba en mi cama, tirada y sudada, igual que hace un mes, igual que antes de todo. Igual que  antes de Santiago de Chile. Me senté en el colchón de plaza y media, cuidando de no levantar demasiado la cabeza para no pegarme en el techo. Moví el cuello, los hombros y quizás para verificar que no estuviera soñando o dentro de una alucinación inducida, levanté la pestaña plástica de la ventana y vi hacia fuera. La luz del sol entró cegadora y calurosa a mi pequeño espacio de vida y cuando mis ojos lograron acostumbrarse a la luminosidad aparecieron las formas de las vías férreas, las autopistas de seis niveles, los miles de millones de vehículos moviéndose con suerte a veinte metros por hora y las ruinas del viejo centro comercial Plaza Vespucio, convertidas en una toma tan ilegal como imposible de controlar, para inmigrantes y sin casa. A lo lejos el horizonte urbano y las placas de metal sobre los cerros, puestas ahí contra la naturaleza para sujetar más y más edificios. Y encima de todo los «cópteros». Millones de helicópteros, magnetocópteros, hovercópteros, aerocópteros y girocópteros, los verdaderos habitantes de la metrópolis, los dueños de cada volumen de aire de su cielo. Sí, estaba de vuelta en el infierno. Bajé la pestaña y usando mi iHand hice descender la temperatura del lugar hasta casi un grado bajo cero. Si hay algo que me han enseñado los años, es a valorar el invierno sobre el verano. Hagas lo que hagas, el verano no se puede controlar, el invierno sí...

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