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Por: María José López
Retrato: Verónica Ortíz

Por el brazo del “viejo Enrique” se deslizan un alacrán, una serpiente verde y un alambre negro con púas. En el izquierdo hay dibujos de insectos, tiene pintado el nombre de su mujer, Angélica, y escritas las palabras “padre” y “madre”. En total son más de 40 tatuajes los que grabó en su cuerpo entre 1997 y 2017, mientras era uno de los 5.500 convictos de la ex Penitenciaría. Llegó ahí cuando cumplió 47 años, condenado por un enfrentamiento en La Pintana que terminó en una balacera de auto a auto y con un muerto. Él fue declarado culpable del homicidio.

Compartió la celda con su hermano en la galería 5, conocida por ser una de las más conflictivas y peligrosas de la “peni”. Para matar las horas, dice, se dedicó a pelear. Reincidente, “monrero” y ex Sename, su juventud la vivió “pasando colado” en las casas de Vitacura, Las Condes y Lo Barnechea, nunca pisó un colegio, y no sabía leer ni escribir. Tras las rejas pasaba parte del día tatuándose. “Era un pasatiempo, no hay nada más que hacer”, reconoce. Extraía la sustancia que hay al interior de las pilas, la mezclaba con agua y formaba una pasta que con la ayuda de una aguja enterraba en su piel. “Quería hacerme una polera china, pero no alcancé”, cuenta desde su casa en el paradero 30 de Santa Rosa. Quedó en libertad el pasado viernes 24 de noviembre...

“Llegábamos del trabajo a nuestras galerías y ya no se hablaba de que hay que pegarle a este. Y como que empezó a disminuir la maldad. Las conversas se transformaron en otra clase de cosas. ‘Me faltó un poco de lija’, ‘¿acaso habrá cola fría?’”, relata Enrique.

El padre de Enrique era delincuente lancero. “Producto de todo lo que él hacía, a mí nunca me faltó nada. Era mi ídolo. Yo decía ‘me gustaría ser como mi papá’. Fui creciendo y me di cuenta que era hijo de un ladrón. Y vinieron los consejos de mi mamá. Pero ya era tarde”, dice.

“Este año, cinco empresas constructoras se unieron al Mandela. “Diseñamos un sistema en que los reclusos fabrican y luego las constructoras instalan las piezas en sus edificios. Hicimos campaña con inmobiliarias amigas y dio resultado”, explica Gonzalo Santolaya, director de la fundación Invictus.

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